Si hay una palabra que detesto del idioma castellano, esa es exigir. En mi recorrido diario por la prensa española encuentro numerosos titulares que, utilizando ese verbo, retratan un conflicto polarizado entre dos (o más) partes. Este patrón se repite en todo tipo de desacuerdos, desde laborales a políticos y diplomáticos.
La Real Academia Española define exigir como "pedir imperiosamente algo a lo que se tiene derecho" y, sin deslegitimar ese derecho, suele ser contraproducente utilizar esa palabra en una negociación, al menos como posición de partida. La razón es que cuando una parte exige algo a otra parte siempre habrá un vencedor y un vencido, y la parte que recibe la exigencia suele adoptar una posición defensiva en la que los propios egos se convierten en los principales obstáculos de la negociación.
Sin entrar a discutir el derecho a esta petición, cuando una parte exige algo públicamente y lo consigue, la parte que cede, pierde; y detrás de toda negociación hay seres humanos cuyos egos rehuyen una derrota pública.
Estoy convencido que muchas tensiones laborales, desacuerdos en política e incluso conflictos internacionales se allanarían utilizando un lenguaje win-win que busque cooperar y no competir en los acuerdos.